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La Cueva de Trevor. (A.S.E) (Las siglas A.S.E, en este relato significan algo... ¿Sabrás decirme de

Yolanda había recibido un golpe de esos que fulminan la alegría en cuestión de segundos y que te dejan en la lona de la vida.

Rodolfo, quien había sido su esposo por muchos años, había muerto, llevándose con él miles de sonrisas, promesas y sueños por cumplir.

Ella estaba desgarrada por dentro, como si le hubieran abierto las carnes, y de forma salvaje le hubieran extirpado la mitad de su noble corazón.

Un día, tras salir de su pequeña casa al lado del Río Ebro, Yolanda se dispuso a ir al mercado como de costumbre, encendiendo su pequeño Chevrolet azul. Mientras el motor del coche rugía, recibió una llamada que llevaba un par de meses esperando. Por fin la había contactado Trevor, el anciano maestro que vivía en una Cueva apartado de la civilización, a unos 140 kilómetros de donde ella estaba.

Le dijo a Yolanda por teléfono que la podría atender por el tiempo que fuese, pero que tenía que ser ese mismo día, porque al día siguiente iba a emprender un largo viaje.

Sin pensarlo se olvidó de la compra y fue directamente rumbo a ese lugar, buscando conseguir con ello la respuesta a tantas preguntas y la solución a ese dolor visceral que le convertía la vida, en un mundo gris, frío y distante.

Al llegar, le extrañó la ausencia de caminos que llevaran hasta la Cueva, teniendo que dejar el coche aparcado a doscientos metros de donde se encontraba aquel viejo ermitaño.

Caminó por varios minutos entre la hierba, que parecía una delicada alfombra verde bañada en perlas de rocío y que se extendía en círculo alrededor de su morada. Hasta que llegó a una puerta de madera que tenía una forma ovalada imperfecta, que encajaba en la piedra de la Cueva.

Yolanda golpeó tres veces en la puerta y esperó. A los pocos segundos se oyó una voz que preguntó: —¿Quién es?

—Yolanda —respondió ella con voz nerviosa.

—Bienvenida... puedes pasar, estás en tu casa —dijo el anciano mientras abría la puerta.

Entraron a esa mezcla peculiar de hogar electrificado y antiguas cavernas, hasta llegar a un espacio parecido a un salón. Ahí, el viejo y amable Trevor, le hizo un gesto con la mano a Yolanda para que tomara asiento en la alfombra que estaba a sus pies. Ambos se sentaron y comenzaron a charlar:

—¿Qué te sucede? Se te ve dolor en la mirada, cuéntame.

—Mi marido se ha muerto... Y mi alegría se ha ido con él.

—¿Hace cuanto tiempo terminó su vida?

—Un año, dos meses, tres días y siete horas y media —dijo Yolanda mientras miraba el reloj que su esposo le había regalado en vida.

—¿Él te lo regaló?

—¿Qué cosa?

—El reloj —dijo Trevor señalando con la mirada, la muñeca izquierda de Yolanda

—Sí, fue un regalo de aniversario.

—Comprendo, es un reloj precioso... ¿Qué te duele?

—El alma, la vida... todo.

—¿Por qué te duele?

—¿Cómo que por qué me duele?

—Sí, trata de decirme el origen del dolor... ¿Por qué te duele?

—Porque él ya no está, porque ya no tenemos esas pláticas enriquecedoras sobre tantos temas, porque no tengo su olor, su calor, su presencia, su apoyo, y un largo etcétera —dijo Yolanda algo indignada porque pensaba que la respuesta era más que obvia.

—Entonces... extrañas lo que él te hacía sentir...

—Extraño tantas cosas de él, que a veces me falta hasta el aliento para poder seguir adelante.

—Uno de los grandes problemas de la vida, es que no nos contaron bien como era.

—No entiendo a qué se refiere.

—La mayoría de las personas suelen huir de la idea de la muerte, al punto de ni siquiera hablar de ello, porque de solo nombrarla ya causa cierto nerviosismo, miedo y pesar.

La muerte significa que previamente hemos vivido, y eso es algo que no se suele apreciar en su justa dimensión. Una cosa es lo que uno desea y otra cosa es lo que sucede. ¿Cuántos años vivieron juntos?

—Dieciocho años...

—Dieciocho años disfrutando de eso que... hoy extrañas. Hay personas que nunca se han sentido amadas de verdad, que nunca han experimentado ni siquiera dos años completos de un amor bonito y placentero.

—Lo siento por ellos, pero yo hablo de mí. Sonará quizás muy egoísta pero es así.

—Y yo también estoy hablando de ti. Te estás enfocando solo en el dolor de lo que ya no tienes, y estás olvidando que en nuestro viaje de vida que hacemos sobre esta bola gigante llamada Tierra... has podido experimentar algo realmente maravilloso durante muchos años.

¿Si supieras antes de nacer, antes de existir como ser humano, que esto iba a suceder, hubieses decidido vivir lo que viviste con él, a sabiendas de que en algún momento dejaría de vivir antes que tú? ¿Pagarías ese precio?

—¿Pero por qué tendría que decidir entre una cosa y la otra? Eso no es lo justo.

— Solo para que medites sobre ello... al menos unos segundos —dijo Trevor mientras se levantaba del suelo y buscaba dos vasos de cristal y una botella de agua que tenía sobre un pequeño estante anclado a la pared, para después continuar:

—Yolanda, te pido disculpas por mis formas que a veces no son las correctas, pero son necesarias para que puedas descubrir lo que te está sucediendo por dentro.

El dolor de una pérdida es normal, no somos máquinas. Ahora bien, debería tener un límite ese dolor, un final al menos.

—Quiero dejar de sufrir, pero al mismo tiempo no deseo olvidarlo... lo extraño tanto... —dijo Yolanda mientras se le empezaban a aguar los ojos.

—Toma, vamos a beber un poco de agua —sugirió Trevor mientras le ofrecía el vaso, y comenzaba a servirle.

—Gracias —respondió Yolanda con sinceridad.

— Te voy explicar algo... Intenta escuchar lo que te voy a decir, sin juzgar y tratando de ir los dos de la mano, descubriendo cosas que quiero mostrarte. No es cuestión de si tengo o no la razón, o de si tú la tienes. Es poder ver la vida desde una perspectiva diferente... por un momento.

—Vale, lo intentaré —dijo Yolanda mientras afirmaba con la cabeza.

—Solemos creer que tenemos al nacer un contrato firmado donde con toda seguridad debemos envejecer dignamente y luego morir. Eso hace que uno en vez de agradecer lo vivido, reclame lo que por "contrato" se piensa que se debe vivir.

Vivir no es un derecho, es un milagro, una gran oportunidad de experimentar sensaciones y de crear cosas maravillosas. Tú, más allá de lo que creas, eres un ser humano. Un organismo con capacidad de conciencia, con una carga genética y un aprendizaje, que empezó al nacer.

Naciste y por consiguiente vas a morir. Tú y todos... vamos a morir, eso es una certeza. Me imagino que por los años de diferencia que tenemos, a mi me tocara primero, pero eso nunca se sabe —dijo Trevor mostrando una sonrisa amable.

—Yo creo en el cielo y en la vida después de la muerte... —le dijo Yolanda.

— Yo espero que sea así, ojalá exista algo más e incluso mejor. Uno puede creer en múltiples cosas y no está mal hacerlo. La fe trae consigo, confianza y esperanza. Y la esperanza es algo que nunca se le debe quitar a nadie, dado que puede ser lo último que le quede.

Ahora bien, como seres humanos... nacemos y morimos, al igual que todos los demás seres vivos del planeta. Eso es algo que tenemos por cierto y que nos ofrece, nuestra propia capacidad de observación individual, como un razonamiento personal e intransferible, de lo que uno ha visto, desde que tiene uso de conciencia.

Lo que sucederá después de morir, ya lo sabremos seguramente cuando nos toque, pero de momento te hablo de lo que vemos que nos sucede. Es el antiguo arte de la observación. Sin importar lo aprendido, sin importar lo inculcado... Observar y crearnos según lo que observamos un criterio propio, no aprendido, no inculcado. Nuestra propia realidad consecuencia de la observación sin filtros.

—Vale, comprendo, aunque da miedo verlo así

—Si nuestro fin es noble y respetuoso, vencer los miedos debería ser una decisión firme que habría que tomar. Ahora bien, esa decisión es algo muy personal.

—Entiendo pero ¿Qué tiene que ver esto con lo que siento?

—El miedo. Eso es lo que tiene que ver.

—¿El miedo?

—Sí, Yolanda, el miedo... —dijo el anciano mientras jalaba una palanca que estaba en el suelo, y se apagaban todas las luces, dejándolos en una oscuridad absoluta.

—¿Por qué hizo eso? —preguntó Yolanda nerviosa.

—¿Qué sientes ahora?

—Más miedo...

—Saboréalo... reconócelo... siéntelo... Observa cómo funciona, percibe como trata de doblegarte en tu cabeza. Ese es el monstruo de muchos brazos que hay que vencer. El miedo a la soledad, el miedo a afrontar un presente que nunca se quiso y ni siquiera se pensó. El miedo a olvidarle, el miedo a ya no tener a ese compañero de equipo para estar hombro con hombro, el miedo a pensar que no vas a poder encontrar a otra persona que te quiera, el miedo a no saber cómo hacerlo, el miedo a sentirte vieja cuando en realidad eres un ser hermoso y maravilloso, el miedo a estar en una soledad que no se ha elegido y que ha sido impuesta por circunstancias del vivir.

El miedo que nos tumba al suelo y no nos deja respirar, ese miedo que se ensaña con fuerza al ver aquel recuerdo que posiblemente aún decore la mesa de salón —dijo Trevor, mientras Yolanda juntaba los puños cerrados, y lloraba desgarrándose el alma, en un quejido que se ahogó lentamente...

—Todos esos miedos y los que aparezcan en tu camino de vida... no son más fuertes que tú. No podrán contigo. Tranquila, no te va a pasar nada, ese monstruo solo está en algunos de tus pensamientos. Son miedos que vas a superar uno por uno. Te lo aseguro, te doy mi palabra.

Tú te mereces volver a ser feliz, te mereces una nueva oportunidad para vivir de forma diferente, para ver qué sueño personal e individual te queda por vivir, para descubrir qué cosas te faltan por experimentar. Tú puedes y te debes a ti misma, a tus afectos y al mundo, levantarte de nuevo, vestirte con una sonrisa, hacer cambios que quieras hacer, buscar lo que te apasione, darle de nuevo sentido a tu existencia, y no permitir perder algo que es invalorable... tu vida... ¡Despierta! Es importante que te des cuenta de ello.

El Anciano se quedo en silencio, y esperó hasta que ella soltara lo que tenía que soltar... Después de unos minutos, cesaron los llantos mientras Yolanda recuperaba la respiración... y se sentía un poco más tranquila.

— ¿Estás bien? —dijo Trevor mientras encendía las luces moviendo la palanca de nuevo, sin obtener respuesta.

—Ahora vamos a pasar al segundo salón —le indicó Trevor luego de verle el rostro a Yolanda. Le ayudó a levantarse y fueron caminando no muchos pasos, hasta una habitación en la que solo habían dos butacas, una enfrente de la otra.

Ambos tomaron asiento, y ella le preguntó:

—¿Qué vamos a hacer acá?

—Vamos a conversar... ¿Qué crees tú que deberías hacer para sentirte mejor? ¿Si fueras tu mejor amiga, qué te recomendarías?

—Me diría que lo mejor sería aceptar que ya no está, y que eso no significa que el mundo se haya acabado...

—A veces es bueno escucharse ¿no crees?

—Sí...—

—Lo que sucedió entre otras cosas, Yolanda, fue que te apoyaste tanto en él para vivir, que al quitarte el soporte emocional que representaba, te diste de bruces contra el suelo, y eso claro que duele.

—Amar no es extrañar. No se extraña más porque más nos duele el amor, se extraña más porque se dependía emocionalmente... más de esa persona.

Todos somos seres humanos individuales, que funcionamos socialmente. Somos seres con miles de capacidades, con habilidades especiales, dones que buscar, hallar y potenciar. No somos parte de los demás... aunque nos hayamos apoyado emocionalmente, o nos apoyemos en algunos de ellos para vivir.

Has vivido años maravillosos junto a un compañero de vida. Ahora lo más sano es reencontrarte contigo misma y afrontar miedo por miedo, porque cada miedo vencido, será una fortaleza más que vas a adquirir... y eso será bueno para ti, como ser humano que tiene la oportunidad milagrosa de estar experimentando la vida... quizás por vez única. Él, no te ha quitado nada, por el contrario... te ha dejado una experiencia maravillosa, para recordarla con el cariño de lo que se tuvo... y no con el dolor de lo que ya no se tiene.

—Me va a costar un poco decir esto... pero viéndolo de esa manera, es así. Mis miedos, aferrarme al pasado, mi egoísmo por querer tenerle aquí para mí, son los que me están haciendo daño. Tengo que aceptar, soltar y enfrentar... para volver a sonreír.

—Muy bien ¿y qué vas a hacer al respecto?

—¿Sabes cómo me siento ahora?

—No, dime...

—Como si hubiera tomado una decisión...

—¿Cuál?

—La de quererme mejor... Es que si no lo hago voy a tirar por la boda lo que me queda de vida, y no... No estoy dispuesta a desaprovecharla... Me hubiese gustado vivirla con él, pero no se pudo. Eso sí, al menos me hubiese gustado poder despedirme de él...

Hazlo, al llegar a casa escríbele una carta extensa, completa, detallada, de todo cuanto desees decirle. Cuando la tengas lista para enviar, cuando la hayas revisado muchas veces, y detallado cada cosa que quieras decirle, te vas a dar cuenta de que no necesitas enviarla, porque las paces las harás en el dialogo interno que tendrás con él, mientras escribes y revisas la carta.

—Gracias... No sé cómo agradecerle esto...

—Si en tu camino de vida puedes ayudar a otro ser humano con lo que vas a aprender, experimentando tu propia salida del Duelo, hazlo. Y si es más de una persona, mejor, de esa forma quedamos sin deudas.

A veces nos olvidamos de que somos humanos con capacidad de decisión, y solo damos amor si lo recibimos previamente. Quizás en algún momento se pueda cambiar el mundo si en vez de esperar a recibir, empezamos a dar al menos un poco más de ese amor bonito que tanta falta hace a quienes nos rodean.

Trevor se levantó, y la acompaño a la puerta. Al despedirse, le dio una pequeña caja que contenía algo para ella.

Yolanda se despidió y fue caminando al coche tratando de asimilar todo lo que había vivido en tan poco tiempo, mientras abría la caja y encontraba en ella una moneda plateada.

La acercó a sus ojos, para luego guardarla en su bolsillo derecho del pantalón, mientras esbozaba una sonrisa que transmitía un nuevo amanecer...

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